Según los cálculos del INDEC, en marzo de 2019 en el Gran Buenos Aires una familia tipo de 5 miembros (2 adultos y 3 niños de 5, 3, y 1 año) necesitó $ 12.242 para cubrir la canasta básica de alimentos (CBA) y $ 30.239 para cubrir la canasta básica total (CBT) es decir, canasta de alimentos más bienes y servicios no alimentarios básicos (ropa, transporte, salud, etc.), sin incluir los gastos de alquiler.
A su vez, la línea de indigencia se estableció en $ 3.767 por individuo adulto, y la de pobreza en $ 9.304. Por su parte el salario mínimo vital y móvil es de $ 12.500. La metodología para calcular la CBA se basa en la valorización mensual de los precios relevados por el índice de precios al consumidor del Gran Buenos Aires (IPC-GBA), utilizando para ello el denominado “coeficiente de Engel” (CdE) el cual es la relación existente entre los gastos alimentarios y los gastos totales observados en la población bajo estudio.
En este contexto que el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA) dio a conocer los resultados de su estudio sobre infancia y pobreza en Argentina. Los indicadores difundidos duelen e indignan. Por ejemplo, el incremento de la cantidad de niños/as y jóvenes en situación de indigencia monetaria: sus familias no reúnen los ingresos mínimos indispensables para cubrir una canasta básica de alimentos.
En un país que tiene recursos naturales y capacidad productiva para darle de comer 400 millones de personas, hay cada vez más niños/as indigentes: mientras en 2017 representaban el 9,9%, el último registro se ubicó en 10,9% y revirtió así la leve mejora que se había registrado entre 2016 y 2017. Muchos de estos niños/as directamente están pasando hambre. El propio informe de la UCA sostiene que “de punta a punta del período analizado, la inseguridad alimentaria se incrementó 3 puntos porcentuales., pero en el último período entre 2015 y 2018, las privaciones se ele¬varon en 5,5 puntos porcentuales. Y en su nivel más severo 1,4 p.p. Sin dudas, la actual coyuntura económica ha tenido un efecto específico en las privaciones más urgente como es el caso del acceso a los alimentos en cantidad y calidad”.
A su vez, el 63,4% de los niños/as y adolescentes está privado en el ejercicio de al menos un derecho y el 51,7% vive en hogares pobres en términos monetarios. Un 41,2% de la infancia, unos 4,7 millones de chicos/as, es doblemente pobre. Y como si todo esto fuera poco el estado de la privación se incrementó entre 2017 y 2018 en 4,1 puntos porcentuales.
El estudio de la UCA no solo mide la pobreza monetaria, la que se calcula en base al ingreso per capita del grupo familiar, también realiza un enfoque multidimensional basado en derechos, teniendo en cuenta la privación de derechos humanos básicos que afectan al niño/a. Desde este paradigma se entiende que “la pobreza es un fenómeno de naturaleza multidimensional que no puede ser aprehendida, única y exclusivamente, por los gastos o los ingresos del hogar” es decir, unidimensional.
El enfoque multidimensional estudia la evolución de cinco derechos humanos básicos: alimentación, saneamiento, vivienda, salud, información, educación. La serie histórica construida por la UCA, que parte del año 2010 y llega a 2018, nos muestra retrocesos en alimentación y salud, y leves mejorías en el resto. Ahora bien, la evolución positiva de los indicadores es exasperantemente lenta a lo largo de 9 años. Por ejemplo, fue necesario el transcurso de casi una década para que el saneamiento mejorara de 30,8 en 2010 a 23,7 en 2018. Peor aún en vivienda, de un 31,9 en 2010 a un 29,5 en 2018, la mejora fue de 2,4 puntos en 9 años. La “mejora” en el indicador vivienda entre 2017 y 2018 fue de un 0,7%, a ese ritmo se insumirán 42 años hasta que una gloriosa mañana del año 2.061 se declare que todas las viviendas del país son dignas y aptas para albergar personas.
Por otra parte, la involución registrada en distintos indicadores es alarmante. El retroceso en la dimensión salud fue de 21,5 en 2010 a 22,4 en 2018. Similar mal desempeño tuvo la alimentación, de un 8,2 en 2010 a un 11,2 en 2018. En definitiva, creo que la pobreza duele pero no nos indigna lo suficiente. Duele, en el sentido de herir la sensibilidad de las personas de bien, quienes sienten empatía por el otro ante su sufrimiento producto de las carencias materiales. Pero este dolor subjetivo no alcanza para reaccionar de verdad. Es solo un sentimiento perturbador pasajero. Lo leemos hoy en los titulares de los medios, pero mañana esta tragedia revelada hoy será tapada por algún otro escándalo. Nos conmueve hoy la pobreza infantil y esa información nos causa dolor y enojo porque entendemos que es una situación injusta. Pero no se hace nada concreto para cambiar estructural y definitivamente esa realidad.
Creo que tal vez si el sentimiento fuera más intenso eso nos movilizaría. No solo nos debe causar dolor la pobreza, sino profunda indignación. Esa indignación que moviliza. Debemos sentirlo como una ofensa, una falta a nuestra dignidad como personas. Esa pobreza que sufren nuestros compatriotas, especialmente los niños/as, es un ataque a la dignidad humana. Y como miembro del colectivo humano, también me afecta a mí como individuo. Me obliga a reaccionar porque esa injusticia llamada pobreza infantil también hiere mi propia dignidad como persona humana.
La clase dirigente de este país, entendiendo a la misma como la de los dirigentes políticos, empresarios y sindicales, parece no indignarse lo suficiente. No hay reacción concreta. Es inadmisible que la dirigencia de este país no se ponga de acuerdo para eliminar la pobreza, empezando por la pobreza infantil, y empezando hoy mismo.
Es imposible entender como un país que posee una presión impositiva del 30% del PBI y donde la carga tributaria formal integral durante 2018 fue de entre el 47%-55% del ingreso total de una familia , posea los actuales escandalosos y vergonzantes índices de pobreza infantil. Estas cifras interpelan a la clase dirigente, la que solo atina a parafrasear a Luis Sandrini por aquello de que “la culpa la tuvo el otro”, cuando a esta altura ya no se trata de culpa, sino de una responsabilidad compartida por toda la clase dirigente, en mayor o menor grado, según el nivel de responsabilidad que tuvo en los sucesivos gobiernos desde el retorno de la democracia en 1983. Téngase presente que en octubre de 1974 la pobreza en el Gran Buenos Aires era del 4,57%, en octubre de 1985 del 14,19% mientras que en octubre de 2018 llegó al 35,90%.
Estas cifras, catastróficas, están morigeradas gracias a los efectos que producen las transferencias monetarias que realiza el Estado bajo la forma de la Asignación Universal por Hijo/a (AUH), que disminuye en un 30% la pobreza extrema . Pero no alcanza para revertir la situación estructural de necesidades básicas insatisfechas de los sectores vulnerables.
Los índices de pobreza infantil no solo miden la cantidad de niños pobres. También indican la medida de la incapacidad y del fracaso de una clase dirigente. La pobreza es hoy uno de los principales obstáculos para el pleno goce de derechos de las personas en general y de los niños, niñas y adolescentes en particular. Un obstáculo mayor, responsable del anterior, es la incapacidad de la dirigencia para ocuparse verdaderamente en resolver este problema. Estas cifras son oprobiosas para un país repleto de recursos naturales, con una historia de logros sociales, tecnológicos y culturales que nos colocaban entre los países con mejor estándar de vida del mundo hace solo unas pocas décadas. Es incomprensible como retrocedimos tanto tan pronto.
La pobreza no solo implica una carencia material, sino también una exclusión simbólica, en donde el pobre cada vez participa menos en la esfera política, cultural, recreativa, social y económica de la sociedad en la que vive. ¿Dónde queda todo nuestro sofisticado aparato jurídico de protección y promoción de
los derechos del niño (Ley 26.065) frente a estos números escandalosos e insoportables? ¿Cuántos derechos vulnerados existen detrás de las cifras que hoy fueron dadas a conocer?
La pobreza no es inevitable ni es un hecho de la naturaleza. Tiene culpables y tiene responsables de morigerar sus efectos de manera urgente y de crear las condiciones estructurales para erradicarla. Es el Estado el garante de los derechos humanos y es el Estado el obligado a implementar políticas activas y positivas para contrarrestar los efectos inmediatos de la pobreza y construir las bases para superarla definitivamente. La sociedad debe acompañar esta tarea y estar ahí para señalar cuando los recursos y los planes son insuficientes, y para exigir su efectivo cumplimiento.
Como afirmaba el educador brasileño Paulo Freire: “nuestra presencia en el mundo, que implica elección y decisión, no es una presencia neutra (…) Si en realidad no estoy en el mundo para adaptarme a él sin chistar, sino más bien para transformarlo; si no es posible cambiarlo sin proponer algún sueño o proyecto de mundo, debo usar todas las posibilidades a mi alcance, no sólo para hablar de mi utopía, sino para participar en prácticas coherentes con ella”.
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